jueves, 31 de julio de 2014

yemas desdibujadas

Vuelvo a estar aquí sentado. No ha pasado tanto tiempo como parece, aunque desearía que fuese todavía menos. Las cortinas siguen tambaleándose, a pesar del sol, de la misma forma en que lo hacían en las más frías noches de invierno. Siguen rasgadas, plagadas de lágrimas, soñadoras ante la infinidad de días y noches que han sido vagabundas de tu recuerdo. No siento nada distinto, sigo sin tomar conciencia de mi situación. Tras luces y sombras bailando entre la nada, aquí estoy, lejos, muy lejos de encontrarme entre tus mareas. Todavía siento en mi frágil espalda el frío tacto de tus escaleras, en las cuales me posé durante horas, viviéndote, pensándote, amándote con desenfreno. 

Siempre bromeamos con tu vuelo apacible y con los acordes que brotaban, sin sentido, de la guitarra rota de Robe Iniesta, cubriéndonos sin compasión, alcanzándonos y entendiéndonos como nadie más podía hacerlo. Tú y yo nunca pudimos definirnos, pero siempre fue nuestra volatilidad la que nos hizo inmortales. Brillábamos como una sola estrella, cubriendo el mayor de los cielos con una abrumadora luz, nos quemábamos con nuestro propio fulgor y, diablos, era casi perfecto. Éramos endemoniadamente inflamables y amábamos serlo. 

"Si he tardado y no he venido, es que ha habido un impedimento". Nunca pensé en perderte como una realidad. Eras mis pies en el suelo, mi enlace con el mundo real. Dibujabas mi curva perfecta, trazándola con indiferencia, con tu dulce estilo para ser absolutamente única. Me robaste. No. Me desnudaste. Estúpido de mí, que nunca hice de tu estación un lugar transitorio. Me salté todas las paradas intermedias para alcanzarte. Llegado el océano, sólo queda aferrarme a este acantilado epopéyico y esperar que el viento no me haga precipitarme al vacío. Sin ti. Sin vida.


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