domingo, 24 de enero de 2016

satén y violines

Al principio no veía nada. Era como si me hubiese quedado dormido por sorpresa, como si el sueño se hubiese abalanzado sobre mis ojos de forma repentina. Estaba todo bastante oscuro y mi mente viajaba de una parte a otra, algo así como tropezando con cada pared sin saber ni querer encontrar la salida. Las cosas empezaron a ir más rápido de forma progresiva. Al final la velocidad se apoderó de mí. La oscuridad se había convertido en una fila de colores que avanzaban hacia mí y se desvanecían antes de que pudiese palparlos. Aquel proceso duró apenas medio segundo pero no puedo asegurar que a través de él no se perdiesen un par de horas.

Cuando volví a ver ya no había nada susceptible de ser visto. Me encontraba sentado en una silla de madera sin reposabrazos, con lo que inmediatamente mis extremidades se desplomaron sobre mi cuerpo haciéndome despertar. Pese a que nada me ataba a aquella silla, me resultaba verdaderamente difícil moverme. Para que lo entendáis, me recorría una constante sensación de congelación corporal, algo así como si el tiempo estuviese detenido pero mi mente siguiese funcionando como un reloj. Bajo mis pies había adoquines, muchos y perfectamente alineados, y a mi alrededor un único muro en forma circular que me rodeaba. No había techo y el cielo era azul como los putos ojos de Paul Newman. Era tan azul que si no hubiese sido por la ligera brisa que comencé a sentir en mis mejillas, todavía inmóviles, habría pensado que se trataba de otra pared pintada.

Enfrente de mí había sólo otra silla de madera. Una silla vacía y perfectamente alineada con la mía, de forma en que, desde mi perspectiva, las patas traseras se empequeñecían y sólo parecían una sombra de las delanteras. En ese momento volvió la oscuridad y el tiempo volvió a moverse mucho más rápido. Probablemente mi estadía en aquel círculo de piedra durase alrededor de un par de horas, aunque fuera de mi mente es probable que ni apenas medio segundo se moviese en el cronómetro de la realidad.

Cuando volví a despertarme el tiempo volvió a detenerse. En ese momento me encontraba recostado sobre una cama pequeña, con mis rodillas dobladas y mi cabeza apoyada sobre la palma de mi mano derecha. Las sábanas eran de satén azul, más o menos del color del cielo anterior, y las paredes de una blancura pulcra como la de un folio en blanco. Lo único que permanecía era la silla de madera. Sobre ella estabas tú, moviéndote especialmente despacio, como si el universo no tuviese prisa por dejar de contemplarte. Al parecer yo tampoco la tenía.

Te desplazabas a un ritmo tan reducido que me resultó fácil observar con detenimiento tu tez pálida y tu pelo desordenado, negro como el carbón. Tus ojos verdes estaban rodeados por un círculo de fuego azul y tus manos parecían suaves pero firmes. Te sentabas por encima de tu pie derecho y vestías una enorme blusa negra a juego con tu pelo. Recuerdo tu mirada perdida con nitidez, el carraspeo de tus labios y el movimiento circular de tu nervioso pie izquierdo, que parecía haber tomado la decisión de independizarse de tu propio cuerpo. Despacio, recogiste tu pelo por detrás de tu oreja izquierda y colocaste sobre tu hombro desnudo un viejo violín con nuevas cuerdas. Cuando empezaste a tocar aquello desapareció.

Sin imágenes, sólo me quedó el sonido de tu violín. Tocabas cada vez más rápido, con una maestría digna del puto Vivaldi. Tu música era frenética y me hacía girar sobre mí mismo a una velocidad de vértigo avanzando a través de un tubo de colores intensos que seguían sin dejarme acariciarlos. El violín se apagó y volvió la oscuridad.

Al principio no veía nada. No sé si este es el final, pero lo cierto es que he vuelto al principio.