sábado, 19 de diciembre de 2015

la isla

Mi piel es fina como una lámina de plástico. Algo así como una estrecha fila de coral rodeando una isla desierta rodeada por las olas. A menudo sueño, la mayor parte de las veces despierto, que mi piel, sin embargo, es infranqueable, dueña de una suerte de caparazón impermeable a cualquier tipo de inclemencia ante la que pueda ser enfrentada. Sueño con que mi piel es verdaderamente valiente, con que no tiene miedo del viento y el fuego, o que incluso ellos pueden llegar a convertirse en sus compañeros de baile. 

Mi isla, por otra parte, está vacía de metáforas. Su contenido está, cada día, eclipsado en mayor medida por los arbustos, los cuales crecen entrelazándose entre sí formando un delicado beso, de aquellos limitados al roce de los labios. Su desarrollo desbocado se debe, en gran medida, a la feble resistencia de los maltrechos corales que protegen la isla, los cuales permiten con asiduidad la entrada en la misma al agua del océano.

La sal ha cubierto toda mi piel. Por mis brazos pálidos ya no se deslizan los dedos, atrapados en su propia incertidumbre. También suelo soñar que, de una mirada, toda la salitre insertada en mis poros se alza, al unísono, para convertirse en una constelación que ilumine mi isla al reflejo de la luna. Echo de menos la arena limpia de la primavera, la mente clara de la mañana y la calidez del sentimiento de pertenencia.

A mi isla, además de arbustos y sal - ¡sal a montones! - apenas le queda nada. Apenas le quedo yo, sin lanchas motoras ni helicópteros. Últimamente suelo esconderme en mi cueva, ignorando el quehacer de los arbustos y la densidad creciente de una isla que ya no me permite siquiera pensar en ella. Últimamente ya no sé quién soy.

¿Que qué me queda a mí? Tras perderme a mí mismo, sólo se mantienen a flote los mismos botes salvavidas que siempre han condecorado la puerta de coral que otrora pretendía ir aumentando su vigor día a día. Quizá el hecho de que mi piel siga siendo una lámina de plástico es exclusivamente culpa mía, y quizá la decepción generada por cada nuevo y reluciente bote que atraca sobre la sal de mi isla es exclusiva consecuencia de mis elevadas expectativas a su respecto.

Hace meses que no siento nada. Hace meses que mi piel se ha entumecido y que mi isla se ha convertido en una mera marioneta de las islas de los demás. Hace meses que no cuido mi isla. Hace meses que no trato de evitar ser vulnerable. Hace meses que no existo. Y lo que más me duele es que nadie se haya dado cuenta.

Lo que mantiene la isla a flote no es mi piel de coral arrugado, sino el deseo de que, un día, cuando vuelva a existir, vosotros ya no tengáis permitida la entrada en ella. 

martes, 1 de diciembre de 2015

la valentía

A menudo, en sociedad, nos encontramos con aquella clase de personas que suelen encontrarse solas. Por cualquier motivo. En la estructuración de las órdenes sociales, siempre progresivas y la mayor parte de las veces arbitrarias, siempre existe cierta serie de individuos que se quedan enganchados, a medio camino, en la intersección que separa el dogma de un grupo y el de su oposición. A menudo hablamos de personas con cosas que ofrecer, claro está. Cosas que, sin embargo, no se aproximan a los requisitos que dichos grupos solicitan.

Estas personas, curiosamente, son las mismas capaces de acoger con mayor grado de fraternidad a aquellas otras que, por razones variadas, puedan entrar tarde a este proceso de conformación de los grupos sociales. Sea por necesidad o por mera bondad, lo cierto es que resulta paradójico que precisamente aquellos hacia los que el ser humano ha mostrado una actitud más hostil sean los que menor grado de hostilidad muestran hacia el ser humano.

En cualquier entorno de convivencia, la construcción de este tipo de conglomerados sociales suele terminar generando un clima de incertidumbre, incluso de crispación en algunos casos. A medida que éstos se consolidan, las personalidades de sus integrantes terminan por fundirse siempre tendiendo hacia la bandera de aquellas personas que conforman la cúpula o motor de estos grupos, creando así una identidad común que a menudo funciona con mayor eficacia en situaciones de enfrentamiento con otros grupos, es decir, a la hora de tomar partido hacia una opinión u otra.

Precisamente estas personas, las que conforman el cerebro de cada grupo que se organiza en cualquier ámbito social, son aquellas que terminan por cumplir una serie de características comunes, pese a lo dispar de sus opiniones. Todas ellas suelen exhibir una dulce superioridad moral, una suerte de aura que hace intocable su perspectiva e incorregible su forma de pensar. Además, todas ellas son arrogantes, malencaradas, vehementes hasta la arcada, prejuciosas, absorbentes y, sobre todas las cosas, ególatras por definición. Personas nacidas para ser líderes en un mundo en el que el palmerismo está a la orden del día.

Sin embargo, lo que más me toca los cojones es que, sobre todas estas características, a este tipo de personas se las termine llamando valientes. Valientes por elevar la voz, por mostrar descaro con las espaldas bien cubiertas. Precisamente, a lo que contribuyen estas personas es a todo lo contrario a la valentía, es decir, a la generación de un clima de acobardamiento propiciado por su propia condición de cobardes. Desafortunadamente, es complicado pretender un incremento en la concordia a nivel social cuando lo que gobierna las relaciones humanas son las faltas de respeto, los menosprecios y las actitudes insultantes en términos generales.

Valientes, queridos hijos de la grandísima puta, son aquellos que se quedan enganchados entre grupo y grupo y, pese a ello, pese a no tener el culo contra la pared, jamás hacen amago de rendirse. Os vendría bien, como consejo humilde de un servidor que siente que ha sido palmero por un periodo de tiempo más que suficiente, comenzar a replantearos a vosotros mismos para, así, comenzar a valorar a los demás. Y para conocer, de una vez, la verdadera valentía en la mirada de aquellos a los que miráis cada día por encima del hombro. 

Ellos sí son valientes. Valientes por afrontar la soledad a la que vuestro dogmatismo los ha abocado. Valientes por ser ellos mismos, pese a vosotros. Pese al mundo. Pese a todo.