miércoles, 15 de agosto de 2018

esta es una cueva en la que no quieren vivir los monstruos

Cierro los ojos. Me digo: venga, tienes que hacerlo. Esta vez sí. Hace ya demasiado tiempo que es demasiado tarde, pero tienes que intentarlo. ¿Qué otra cosa cabría hacer? Tengo miedo, un miedo terrible. Llevo toda la vida diciéndolo, asegurándote que estoy tan asustado que no puedo conseguir mover los dedos gordos de los pies con la mínima habilidad requerida. Abro despacio la puertecita del horno por si acaso me quemo, cierro con precaución las puertas de los coches, por si mis dedos se quedan encerrados, por si se me amputan partes del cuerpo; me palpo el cuello incesantemente, en busca de protuberancias, de bultos que simbolicen el final. Me acaricio las piernas porque quiero y necesito que algunas manos me recuerden el calor perdido. Me acaricio las piernas. Cada vez me las acaricio menos. Y pienso, cuando me despierto acongojado y no amanece porque es de noche, sabes, ¡de noche! Siempre es de noche aquí, qué existe aparte de la noche, no lo sé, no lo sé, ¿lo sabes tú? Tengo tanto miedo, sabes. Tantísimo miedo a estar solo, a que los pies se me queden atrás, a entrar en contacto con la posibilidad de decepcionarte si aparezco y no soy lo que esperabas, porque no es posible que lo sea; y si lo soy me encargaré de dejar de serlo, porque no sería justo, ¿sabes? No soy yo quién para satisfacer tus expectativas. Te echo tanto de menos que es como si me estuviesen arrancando las arterias una a una con manos de uñas afiladas, me están descomponiendo, descuartizando, tú te paras, ¡no respiro! yo me río, me río porque soy un ser humano enfermizo, soy una persona despreciable, alguien que no se merece amor, estoy seguro, no merezco amor, no lo merezco, ¿por qué iba a merecerlo? ¿Qué he hecho yo para merecerlo? Nada. Nada en absoluto. He intentado amar, lo he intentado de verdad. Si al final me siento frente al espejo creo que podré decir eso y no sentir vergüenza. Porque es verdad. Pero entro en los túneles siempre, siempre en las cuevas. Y allí no es posible que nadie me rescate, ni aquellas personas a las que amo, ni los monstruos que corren asustados ante mi oscuridad. Yo los espanto, porque no tolero la felicidad, porque no tolero la posibilidad de que mi vida pueda transcurrir sin ningún tipo de impedimento. Tengo que sentarme y destrozarla, coger los metales y reventarla, deshacerla como los niños cuando rompen las piñatas en busca de caramelos. Yo destrozo la felicidad en busca de tristeza, de soledad, porque eso es lo único que existe, el único rincón en el que encuentro verdad. Y desprecio a aquellos que defienden que la vida es demasiado corta para pasarla sufriendo, porque no es vida si no se sufre, porque qué es vivir sino sangrar, sangrar todo lo posible. Yo solo me encuentro cuando busco en la carne, cuando me abro las manos con los cuchillos, porque ahí me doy cuenta de que todavía estoy vivo. No por las calles, con los susurros alrededor, eso no es más que un plastiquito deforme que me envuelve, yo no quiero estar envuelto, ¿entiendes?, quiero nadar aunque sea en ríos de sangre, quiero encontrar el desamor porque es la única sensación que me apega a la tierra, que me propulsa y me da motivos para existir. Quiero perderlo todo. Quiero perderme ya; de tanto buscarme he acabado siendo lo que soy ahora. Me escupo encima y sigo caminando.

lunes, 30 de abril de 2018

cosas que aprendí (I)

He echado la vista atrás recientemente y he visto un precipicio.

Las piedras se han acumulado últimamente y uno se ve obligado a subir mucho más alto y a una velocidad mucho mayor de lo que estaba acostumbrado.

La parte buena de la escalada: llevarla a cabo con unas buenas cuerdas que te sujeten al mundo.

Hoy una de mis cuerdas está de cumpleaños, una de mis dos cuerdas primitivas, las que me acompañan desde que alguien me nombró y empecé a ser. Hoy cumples años, papá, y vuelvo a echar la vista atrás y te veo reflejado en lo que ahora soy.

Ese reflejo me hace aprender.

Aprender a estar. A querer estar con las personas que quiero y hacerlo sin exigir nunca nada a nadie. Tú estás contento porque estás con nosotros, y eso es como tener una bombona de oxígeno inagotable escondida debajo de las costillas. Anhelo tu habilidad para desprenderte de ti mismo y asumirte como una parte más del engranaje que hace que las cosas giren. Quizá el engranaje oculto, o el que los demás no se paran a ver, pero el mismo que consigue, escondido debajo de todas esas capas de palabras que tú no necesitas, que el mecanismo siga funcionando.

Aprendo de ti a abanicar mi presencia en los silencios. Y a que las cosas no siempre funcionan por declamación: cuando uno se ve forzado a reafirmar su presencia de forma constante es que quizá los demás no la cuenten como algo estable. Tú no necesitas avisarnos de que vas a estar esperándonos cuando giremos las esquinas de nuestras vidas, porque eso ya lo sabemos. Porque el amor es una cosa arrancada de las palabras y profundamente elocuente. Y es fácil darse cuenta de que tú nos quieres. Esa es una palabra redonda, que te llena de aire la boca, pero solo cuando se sabe que no es solo una palabra.

Contigo estoy cómodo, de ti aprendo buena parte de las cosas que sé, y así construyo lo que soy.

¿Sabes, papá?

Me queda mucho por aprender.

Y a ti mucho por enseñarme.

Te quiero mucho. Feliz cumpleaños.

lunes, 19 de marzo de 2018

sí es mi pendo

hola, dicen los que llegan:
hola, papá.

estas son letras sobre el vacío
la verbalización imposible de las cosas veladas,
el esfuerzo pulmonar, linfático
todo el cuerpo en aspiración
para llegar a las palabras.

-

hola, dice el calendario:
es el día en que uno habla.

y los silencios y el cariño que me guardo
todos desprendidos de mi cáscara
las grietas agrietadas
redunda, redunda, redunda mi amor,
feliz día, papá.

feliz día de escucharme, de leer las plegarias
de mis abrazos silentes a través del frío;
los metros que se comprimen
tantos metros, todos comprimidos,
hoy, solo hoy, papá.

-

hola, dicen las piruetas,
los arcos opulentos de mi lenguaje:
las costras de las heridas que no cerramos
la sangre coagulada que nos cubre la piel.

cuándo nos veremos, pronto, pronto papá,
y tu cara encogida,
los ojos alargados, sonrientes,
qué bien cuando sonríes;
qué paz, qué calor,
hoguera de familia en el pecho.

en los días grises, los otoños
estás tú igual que en el recuerdo soleado,
esperando amanecer, porque sabes:
amanecerá.

-

te quiero, papá:
las dos palabras que se esconden en los vértices,
las que callamos siempre, son como dos torres.

tú siempre te subes a las piedras
para ver el mar.

tienes razón: encima de las piedras
está el cielo sin nubes,
claro que tienes razón,
quién iba sino a tenerla.

-

adiós, dice el día de las palabras.

yo te pido que las recuerdes,
y que mañana, en el silencio,
sean voces de amor las que escuches.

voces infinitas, inmortales,
las voces de tus hijos:
te quieren hoy,
te quieren siempre.

jueves, 15 de febrero de 2018

el delirio

Es una sensación metálica. La generación repentina de una placa acerosa que te separa de la realidad. Eso es todo lo que puedo decir sobre la pérdida. Pérdida. Es una palabra informe, un ente que nada significa. Perder. ¿Qué es perder? Perder es un delirio, una travesía onírica hacia la incertidumbre. Es la recomposición mística de las piezas. Te arranca el mundo la pieza central y todas desfilan para cubrir la posición vacía. 

Pasan unos días y las calles ya vuelven a oler de la misma forma. He pensado unas cuantas veces que eso es intolerable. Que tras la muerte nada debe ser lo mismo. ¿Cómo iba a serlo? Es imposible. Así que naufrago en la búsqueda de esas respuestas ondeantes, las luces que atisbo y nunca podría alcanzar con mis manos. Y de todas las preguntas solo me queda el metal que encuentro en mi pecho, no me queda más que el delirio.

La muerte es una cosa imposible. Podría asegurar que alguien no está muerto mientras yo no lo sé, aun sabiendo que no es así. Aun sabiendo que, mientras yo duermo plácidamente en un mundo a salvo del sepulcro, alguien a quien todavía coloco en el centro del tablero ya ha desaparecido. Está a salvo en mi mundo durmiente, pero ya es tierra extinta. 

Luego llega el contacto y la muerte se vuelve algo corpóreo, sensible al tacto. Se enreda en la garganta como un reptil tumoroso, una cosa áspera y viscosa que sostiene el aire y le impide entrar y salir con fluidez. Se pone a llover casi de forma inmediata, como si el universo estuviese desconsolado en un rincón. Son los cielos más grises, los cielos del delirio.

Pasan las horas, horas que uno no recordará jamás, porque son horas muertas, horas sin espacio ni tiempo. Son las horas del adiós, el lapso tibio de vida que el mundo te entrega para despedirte de aquellos que amas. Y paseo por las calles y miro a los demás como exigiéndoles que sientan compasión por mí, y me corren las lágrimas estúpidas por toda la cara como dibujando un mapa fluvial en los surcos de mi piel. 

Es algo a lo que nunca reaccionamos, una sensación fatídica que se tatúa en los pulmones de tal forma que no puedas respirar una sola vez sin recordar la ausencia. Aún te despiertas otras mañanas, las mañanas de sol, y crees ver las piezas de otro tiempo, las que ya no están. Piensas en silencio: ¿es realmente posible que no estéis o soy yo el que delira? Y así uno crece, sumando los años a las cuestas del dolor, cada vez más absurdo y delirante, incapaz de asumir la pérdida de su pasado.