domingo, 12 de junio de 2016

diciembre

Aquella noche nos acostamos el uno frente al otro con un palmo entre los dos. Tú juntabas tus dos manos, entrelazando los dedos índice y corazón de la derecha con los de la izquierda y reposando tus mejillas sobre ellas. No había más, todo estaba allí; tus mejillas, tus manos y la almohada, algo húmeda por el calor de tu piel sobre la tela en contraste con el frío de diciembre. Te mantenías callada, claro, con tus ojos color césped clavados en los míos esperando que mostrase mis cartas.

Las sábanas te cubrían hasta prácticamente el hombro, y la sensación que me producías era la de querer cubrirte casi por completo, como queriendo huir de mí y de nosotros, de todo aquello que se nos venía encima y que nunca habíamos querido soportar. Tu mirada me suplicaba pero también mostraba recelo. El recelo habitual, el recelo a sufrir y el recelo a depender. A mí siempre me costó mantener tu mirada a un palmo de distancia. Se me clavaba en el estómago, como una aguja imperceptible que comenzaba a rajarme por dentro sin siquiera querer hacerlo.

A los pies de la cama no había movimiento. Permanecíamos inmóviles, sin mediar palabra, con la luz parpadeante pero cálida de una bombilla que colgaba del techo a través de un cable en carne viva. Tú seguías mirándome y yo seguía evitando tu mirada, observando la pared tras tu pelo enmarañado, tu pelo que lo cubría todo como un océano de fuego en primavera.

Nunca supe qué decirte cuando las cosas se volvían grises y se me acababan los lápices de colores. Quizá por eso sabía que en el momento en que, carraspeo mediante, abriese la boca, todo se vendría abajo, como si fuésemos un iceberg en medio del desierto. A mi primera palabra frunciste el ceño, consciente de que mi miedo a que aquello que estaba a punto de decirte no fuese a gustarte. A la segunda, moviste tu brazo derecho y agarraste las sábanas, subiéndolas desde la parte inferior de tu hombro hasta casi la altura de tu nariz, desviando al mismo tiempo la mirada hacia ellas. En ese momento ya había vuelto a decepcionarte. En ese momento ya había perdido.

Después de escucharme hablar moviendo los ojos en señal de negación, levantaste la mirada y volviste a fijar tus ojos sobre los míos, diciéndome con ellos que tenía que haberme callado. Las cosas quizá habrían sido posibles si me hubiese callado. Pero no soportabas que me pasase la vida replanteándomelo todo. Eso te hacía sentir insuficiente y tú sabías que eras más que suficiente. Y ante la duda siempre negabas.

Amabas con palabras pero odiabas con tu cuerpo. Aquella noche, manteniendo el palmo de distancia entre nosotros, te volviste sobre ti misma y soltaste tu mano de las sábanas, que se desplegaron al instante arrugadas como la piel mojada, llevándola hacia el interruptor y apagando la luz. Apagándolo todo.

sábado, 11 de junio de 2016

memorística

Dibujar un hogar es tarea de matemáticas y corazón. Matemáticas por aquello de que los ángulos y las perspectivas terminan por sobrepasar nuestro feble intelecto y corazón porque eso es lo que es un hogar: puro corazón. 

Como ocurre en el aparatoso inicio de cada proceso, nuestros primeros trazos al construir nuestro hogar son abruptos, casi como brochazos de inconsciencia frente a una pared que está en blanco. Sólo somos nosotros y la nada, no existe precedente sobre el que construir ni plantilla en la que apoyarnos. Es quizá por eso que nuestra consciencia nos libera de todo prejuicio y nos deja crear con total libertad. Dibujamos y dibujamos, utilizando a veces las manos e incluso los pies, sabiendo con certeza que aquello que construimos no es otra cosa que el primer esbozo de lo que somos o seremos nosotros mismos. Nuestro hogar es nuestro retrato cuando quiénes somos no implica algo más allá de dónde estamos. 

A menudo combinamos colores con fiereza, como si nuestro lienzo increpase nuestra falta de creatividad. Con el tiempo, el exceso acaba por abrumarnos y, acongojados, tomamos el lápiz para comenzar a perfilar el dibujo de nuestro hogar, antes de tomar consciencia de que ningún lápiz puede domar todo el color de nuestro pasado. De que las matemáticas no pueden perfilar las decisiones de nuestro corazón. Y abandonamos nuestro hogar. Lo hacemos porque consideramos que es banal, insuficiente, inconexo. Llegamos, incluso, a convencernos de que esa concatenación de colores arbitrarios que se presenta ante nosotros no es nuestro hogar. De que nunca lo ha sido. Y cerramos la puerta.

Dibujar un hogar es tarea de matemáticas y corazón, y es por ello que cuando rechazamos al corazón resulta imposible obtener un hogar de nuestro lienzo. El trazo del lápiz es limpio y preciso, y a pesar de ser capaces de construir elevadas estructuras de mármol y yeso con nuestros dedos, lo que nuestra mente nos repite de forma constante es que no hay colores como los del hogar. No hay colores como los que dibuja el corazón. La memoria, en su ambigüedad tan cruel como certera, entra en juego para dar, a través de nuestra imaginación, una forma idílica al más absoluto caos. Cada color, en ese momento, pasa a tener su significado, y pensamos lo idiotas que fuimos el día que decidimos que nuestro hogar en realidad no era nuestro hogar. Y pensamos, y seguimos pensando en lo estúpido que resulta todo y las ganas que tenemos de volver a casa. Y volvemos.

Pero cuando volvemos nada es como lo recordábamos. Vuelve el caos y vuelve la decepción ante nuestra obra inicial, nuestro hogar y nuestro corazón. Echamos de menos los lápices, la sofisticación y las matemáticas porque la vida a través de la pasión acaba por convertir a la pasión en un elemento sin valor. Y no podemos permitirnos eso. No, nosotros, seres apasionados, no podemos hacerlo. Existe un momento de lucidez ligeramente previo al instante en que abandonamos nuestro hogar por segunda vez en el que lo contemplamos, libres de nosotros mismos, y podemos ver en él todo lo que somos y hemos sido, pero difícilmente lo que queremos llegar a ser. Cosas de los ángulos y las perspectivas.

Dibujar un hogar es tarea de matemáticas y corazón y, después del vaivén revelador entre una y otro terminamos, siempre a destiempo, dándonos cuenta de que son incompatibles. Nos damos cuenta de que nuestro primer lienzo jamás será nuestro hogar. Porque nuestro corazón odia las matemáticas. Y las matemáticas... odian a nuestro corazón.