sábado, 11 de junio de 2016

memorística

Dibujar un hogar es tarea de matemáticas y corazón. Matemáticas por aquello de que los ángulos y las perspectivas terminan por sobrepasar nuestro feble intelecto y corazón porque eso es lo que es un hogar: puro corazón. 

Como ocurre en el aparatoso inicio de cada proceso, nuestros primeros trazos al construir nuestro hogar son abruptos, casi como brochazos de inconsciencia frente a una pared que está en blanco. Sólo somos nosotros y la nada, no existe precedente sobre el que construir ni plantilla en la que apoyarnos. Es quizá por eso que nuestra consciencia nos libera de todo prejuicio y nos deja crear con total libertad. Dibujamos y dibujamos, utilizando a veces las manos e incluso los pies, sabiendo con certeza que aquello que construimos no es otra cosa que el primer esbozo de lo que somos o seremos nosotros mismos. Nuestro hogar es nuestro retrato cuando quiénes somos no implica algo más allá de dónde estamos. 

A menudo combinamos colores con fiereza, como si nuestro lienzo increpase nuestra falta de creatividad. Con el tiempo, el exceso acaba por abrumarnos y, acongojados, tomamos el lápiz para comenzar a perfilar el dibujo de nuestro hogar, antes de tomar consciencia de que ningún lápiz puede domar todo el color de nuestro pasado. De que las matemáticas no pueden perfilar las decisiones de nuestro corazón. Y abandonamos nuestro hogar. Lo hacemos porque consideramos que es banal, insuficiente, inconexo. Llegamos, incluso, a convencernos de que esa concatenación de colores arbitrarios que se presenta ante nosotros no es nuestro hogar. De que nunca lo ha sido. Y cerramos la puerta.

Dibujar un hogar es tarea de matemáticas y corazón, y es por ello que cuando rechazamos al corazón resulta imposible obtener un hogar de nuestro lienzo. El trazo del lápiz es limpio y preciso, y a pesar de ser capaces de construir elevadas estructuras de mármol y yeso con nuestros dedos, lo que nuestra mente nos repite de forma constante es que no hay colores como los del hogar. No hay colores como los que dibuja el corazón. La memoria, en su ambigüedad tan cruel como certera, entra en juego para dar, a través de nuestra imaginación, una forma idílica al más absoluto caos. Cada color, en ese momento, pasa a tener su significado, y pensamos lo idiotas que fuimos el día que decidimos que nuestro hogar en realidad no era nuestro hogar. Y pensamos, y seguimos pensando en lo estúpido que resulta todo y las ganas que tenemos de volver a casa. Y volvemos.

Pero cuando volvemos nada es como lo recordábamos. Vuelve el caos y vuelve la decepción ante nuestra obra inicial, nuestro hogar y nuestro corazón. Echamos de menos los lápices, la sofisticación y las matemáticas porque la vida a través de la pasión acaba por convertir a la pasión en un elemento sin valor. Y no podemos permitirnos eso. No, nosotros, seres apasionados, no podemos hacerlo. Existe un momento de lucidez ligeramente previo al instante en que abandonamos nuestro hogar por segunda vez en el que lo contemplamos, libres de nosotros mismos, y podemos ver en él todo lo que somos y hemos sido, pero difícilmente lo que queremos llegar a ser. Cosas de los ángulos y las perspectivas.

Dibujar un hogar es tarea de matemáticas y corazón y, después del vaivén revelador entre una y otro terminamos, siempre a destiempo, dándonos cuenta de que son incompatibles. Nos damos cuenta de que nuestro primer lienzo jamás será nuestro hogar. Porque nuestro corazón odia las matemáticas. Y las matemáticas... odian a nuestro corazón.

No hay comentarios:

Publicar un comentario