martes, 8 de marzo de 2016

el espejo

Cada noche, al apagar las luces, solía mirarme al espejo con la intención de encontrarme, mirándome, al otro lado. Supongo que mi objetivo era reafirmarme, tomar consciencia de mí mismo y, ante todo, no olvidar mi vínculo físico con la realidad. Mi espejo era algo así como una suerte de diario audiovisual de mi rutina. Un recibo empapado de mis días gastados, un reflejo distorsionado de lo que era y, noche tras noche, iba dejando de ser.

En ciertos momentos llegué a tener escarceos divagantes con el pasado a través del espejo, vacaciones memorísticas que frecuentaban el sabor del metal afilado perforando mi pecho. Prácticamente cualquier excusa llegó a valerme para escaparme de su mano de humo y pasar noches de frío y lluvia sentado en su portal. Llegué a echarle la culpa a mi espejo por lanzarme hacia atrás sin remordimientos, como si el presente nunca llegase a ser suficiente para él.

Mis bailes con mi reflejo eran inestables, alternando con irregular elegancia la calma con la tempestad, conscientes ambos de que aquello de mi mirada posada en su cristal era algo temporal. Más pronto que tarde pero sin prisa acabó por llegar la tarde en la que mi espejo no pudo sostenerme por más tiempo. Al girarme y posar mis ojos sobre mí mismo, inmediatamente una marea de flashes invadió el rectángulo, retrocediéndome en mi propio tiempo y colocando mi mente del presente en mi cuerpo del pasado.

A mi lado estabas tú y, aunque mi cuerpo parecía comprenderte, lo cierto es que me sumí en un estado de incerteza profundo y aletargado que acabó por desdibujarte, por difuminar tu cara a lo largo y ancho de toda la habitación. Cuando giré mi cabeza imberbe de nuevo hacia el cristal, algo así como suplicándole una explicación, éste no pudo resistirlo más y terminó por quebrarse en diminutos pedazos, al mismo tiempo que el suelo y las paredes que me rodeaban se convertían en polvo y la gravedad se disipaba negándose a saber nada de mí.

Lo que vino después resultó inexplicable y delirante a partes iguales, algo así como un cóctel de cristales flotantes y de polvo a mi alrededor, con tu expresión de incredulidad fundiéndose a negro en el más caprichoso de los horizontes. En cada pequeño fragmento de espejo vagaba un solitario rincón de mi memoria. Parques, dedos, lágrimas, besos, sábanas, gasolina, papel, pestañas, caricias y más lágrimas habitaban el entorno de mi contrato con mi pasado.

Siete horas y mil batallas tardó mi espejo en desvanecerse entre el polvo y en expulsarme de él como un cañón despidiendo la guerra. Cuando volví a tocar el suelo con mi espalda, el cristal estaba intacto, de ti no había ni rastro y había regresado al presente. En ese preciso instante, sin tiempo al vago parpadeo, el cristal se volvió blanco y comenzó a gritarme cosas sobre el futuro.