martes, 1 de diciembre de 2015

la valentía

A menudo, en sociedad, nos encontramos con aquella clase de personas que suelen encontrarse solas. Por cualquier motivo. En la estructuración de las órdenes sociales, siempre progresivas y la mayor parte de las veces arbitrarias, siempre existe cierta serie de individuos que se quedan enganchados, a medio camino, en la intersección que separa el dogma de un grupo y el de su oposición. A menudo hablamos de personas con cosas que ofrecer, claro está. Cosas que, sin embargo, no se aproximan a los requisitos que dichos grupos solicitan.

Estas personas, curiosamente, son las mismas capaces de acoger con mayor grado de fraternidad a aquellas otras que, por razones variadas, puedan entrar tarde a este proceso de conformación de los grupos sociales. Sea por necesidad o por mera bondad, lo cierto es que resulta paradójico que precisamente aquellos hacia los que el ser humano ha mostrado una actitud más hostil sean los que menor grado de hostilidad muestran hacia el ser humano.

En cualquier entorno de convivencia, la construcción de este tipo de conglomerados sociales suele terminar generando un clima de incertidumbre, incluso de crispación en algunos casos. A medida que éstos se consolidan, las personalidades de sus integrantes terminan por fundirse siempre tendiendo hacia la bandera de aquellas personas que conforman la cúpula o motor de estos grupos, creando así una identidad común que a menudo funciona con mayor eficacia en situaciones de enfrentamiento con otros grupos, es decir, a la hora de tomar partido hacia una opinión u otra.

Precisamente estas personas, las que conforman el cerebro de cada grupo que se organiza en cualquier ámbito social, son aquellas que terminan por cumplir una serie de características comunes, pese a lo dispar de sus opiniones. Todas ellas suelen exhibir una dulce superioridad moral, una suerte de aura que hace intocable su perspectiva e incorregible su forma de pensar. Además, todas ellas son arrogantes, malencaradas, vehementes hasta la arcada, prejuciosas, absorbentes y, sobre todas las cosas, ególatras por definición. Personas nacidas para ser líderes en un mundo en el que el palmerismo está a la orden del día.

Sin embargo, lo que más me toca los cojones es que, sobre todas estas características, a este tipo de personas se las termine llamando valientes. Valientes por elevar la voz, por mostrar descaro con las espaldas bien cubiertas. Precisamente, a lo que contribuyen estas personas es a todo lo contrario a la valentía, es decir, a la generación de un clima de acobardamiento propiciado por su propia condición de cobardes. Desafortunadamente, es complicado pretender un incremento en la concordia a nivel social cuando lo que gobierna las relaciones humanas son las faltas de respeto, los menosprecios y las actitudes insultantes en términos generales.

Valientes, queridos hijos de la grandísima puta, son aquellos que se quedan enganchados entre grupo y grupo y, pese a ello, pese a no tener el culo contra la pared, jamás hacen amago de rendirse. Os vendría bien, como consejo humilde de un servidor que siente que ha sido palmero por un periodo de tiempo más que suficiente, comenzar a replantearos a vosotros mismos para, así, comenzar a valorar a los demás. Y para conocer, de una vez, la verdadera valentía en la mirada de aquellos a los que miráis cada día por encima del hombro. 

Ellos sí son valientes. Valientes por afrontar la soledad a la que vuestro dogmatismo los ha abocado. Valientes por ser ellos mismos, pese a vosotros. Pese al mundo. Pese a todo.

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