miércoles, 1 de julio de 2015

goteras

Mi celda es pequeña. Nada más que un pequeño habitáculo en el que difícilmente una persona podría sentirse cómoda. Su relación con el exterior es firme, arreglada por una serie de barrotes de hierro recubiertos de algún material desagradable al tacto que impide cualquier intento de rotura. Lo cierto es que, pese a que al inicio me resultó terrible obligarme a vivir en ella, finalmente he llegado casi a acostumbrarme. Existen leyendas que aseguran que el día a día carcelario nada tiene que envidiar a reposar en un banco de madera ubicado en la cima de una colina a la hora del atardecer. Leyendas.

Durante un tiempo me empeñé en mantener limpia mi celda. Cada día asumía con una convicción inquebrantable el reto de evitar que la humedad, tan propia de un ambiente tan sombrío como el referido, penetrase sin piedad en mi rutina. Para ello encargué trescientas escobas y un rascador, útil para aquellos rincones a los cuales el barrido no podría jamás acceder. Más tarde habría deseado haber pedido también trescientos rascadores.

Lo cierto es que no es mi primera vez en la cárcel. Digamos que soy un tío con antecedentes. No os confundáis, mis delitos no fueron graves, - más allá del margen de gravedad propio de la interpretación - aunque quizá sí ingenuos, de aquella clase de crímenes cometidos creyendo, de una forma u otra, que el fin justifica los medios. Quizá por aquello de la reincidencia, en esta ocasión fui trasladado a un pequeño establecimiento penitenciario notablemente alejado de todo aquello que yo conocía, casi con la intención condescendiente de asegurarme que, intentase lo que intentase, no había intento de fuga posible. Allí estaba mi celda y ahí se terminaba lo que era mío en aquel lugar.

Los motivos por los que redacto este pequeño fragmento de correspondencia son, esencialmente, dos. En primer lugar, notificar mi traslado. Quizá mi buen comportamiento y mi metodismo, quizá el mero paso del tiempo o quizá la indiferencia han provocado mi inmediata devolución a la que fue mi primera celda. Igual de pequeña e igual de fría pero en un entorno más reconocible. Supongo que ya no creerán que pueda mantener mis insaciables ganas de fuga y, a decir verdad, es posible que así sea. 

En segundo y más importante lugar, también vengo a llamar la atención sobre la rotura de mi rascador. Después de cinco días sin él, la humedad empieza a adueñarse de este pequeño rectángulo color gris pálido y anoche cayó sobre mí la primera gota líquida de agua. He intentado arreglarlo con alguna de mis escobas pero ha resultado imposible. No tienen capacidad de penetración. Ha llegado un punto en el que ni tan siquiera logro entender por qué habría acabado pidiendo tantas escobas. Su limpieza es superficial, diagonal, absurda. 

Mi preocupación acerca del fenómeno incipiente de las goteras es máxima en la medida en que éstas me han afectado en mis experiencias prisioneras previas. A saber, en mi anterior estancia en esta misma celda, goteras traducidas en lluvias torrenciales y algún que otro pequeño tsunami acabaron por provocar mi pavorosa huida, después de varias semanas picando el muro de mi celda, ahora restaurado, con mis propios nudillos, todavía ahora enrojecidos y cicatrizados por el traumático proceso.

A riesgo de quedarme sin manos hábiles, realizo, amparado por el leve pero todavía estable estado de consciencia de las primeras gotas, el pedido de doscientos noventa y nueve rascadores, treinta y cinco de ellos de plástico, ciento veinte de cobre y el resto de madera, para así poder recordar la fragancia de los árboles en otoño sin caer en la tentación de huir hacia ellos despavoridamente. También me resultaría útil, en este estadio tempranero del fenómeno goteril, algún que otro parche para barnizar el rastro de la amenaza que ahora mismo se cierne sobre mi cabeza, en la esquina superior izquierda de mi pequeña y fría celda.

Atentamente,

Alguien que sigue, momentáneamente, siendo alguien.

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