martes, 16 de octubre de 2012

suave balanceo

Esa hoja no cesa en su movimiento. El viento la arrastra de un lado a otro, de arriba a abajo, sin tregua ni respiro. Suave, como la caricia de la yema de unos dedos, como el movimiento acompasado del pelo al caminar, como el sueño de conseguir alcanzar los magnánimos objetivos y dejar atrás el dolor, la angustia, la desesperación... Demasiado suave... La brisa no ahuyenta los miedos, no deja escapar el sufrimiento, no lo hace porque carece de fuerza, está apagada, sin luz, sin aire... no es más que la falsa apariencia de un movimiento constante que se basa en la rigidez. Ni un paso, ni siquiera atrás, ni una decisión, ni un gramo de valor. La hoja sube y baja pero en el fondo nunca se ha movido. No buscamos brisa... buscamos vientos huracanados que nos agiten, que nos despierten, que nos hagan sentir vivos y valorar el propio hecho de estarlo, necesitamos que nos empujen, llegar al límite y evitarlo, sortear obstáculos, romper metas, necesitamos un soplo de aire gélido que entre en nuestros ojos, que nos ataque, que nos haga indefensos, un sol ardiente, una vida plagada de contrastes, de sorpresas, de inesperadas dificultades que faciliten el camino.
No necesitamos una estrella titubeante, no podemos permitirnos recibir la brisa que nos acomode. Cuando pisamos el terreno encharcado de la costumbre nada puede salvarnos. Nos absorbe, nos ahoga, nos quita la chispa del viento, nos anula por completo y nos encierra en un círculo de lágrimas, lágrimas que aparecen por cada vértice, lágrimas profundas, lágrimas de frustración, lágrimas tan reales que inundan nuestro universo de tristeza y abatimiento. Huyamos de esa armonía fingida y dejemos que el sol seque nuestros ojos... Seamos capaces de compadecernos de la vacía belleza de las hojas sin ser partícipes de su rígido vaivén. No compartamos su destino.

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