sábado, 7 de diciembre de 2013

círculos purpúreos

Me prometiste que volar hasta la orilla sería un juego de niños. Que atravesar ese maravilloso océano, rebosante de experiencias inmateriales, colmaría la esfera de nuestra concepción. Prometiste sueños, soñaste con promesas y drogaste al universo con tu maldita sonrisa demoníaca por la que sin duda pagaría con mi alma cada día de mi vida. Mientras todos dormían, acariciaste mi pelo y me aseguraste que bajo ningún concepto dejarías que el sol se apresurase. Cada momento en su medida, cada marioneta en su caja de cartón. Sueños enlatados entre brisa y relámpagos. Una vez más, mentiste. Juro que mentiste. O eso creo.

Cuando mis ojos lograron despegarse del miedo, todos los elementos flotaban como el silencio en la oscuridad. Se palpaban. Eras tú. Rodeabas el planisferio como un fantasma decoroso pero indecente. Como un espectro incisivo pero no exento de timidez. Llamabas con insistencia, el sol comenzó a moverse de forma especial. El desconcierto se apoderó de mi salvación. Todo giraba como una peonza desbocada, sin meta pero con un camino prefijado, como cuando el color de tus ojos se desteñía con el sol, cuando se derretía mi ilusión con la aridez de tu lejanía. El látigo de tu desidia me golpeaba con violencia. No cumpliste tus promesas, no alcanzaste tu paraíso, y, lo más importante, habías dejado de bailar...

El sol comenzó a apagarse y su movimiento cesó levemente. Decidí esconderme bajo la enorme cantidad de sábanas que cubrían mi solitario sino. Sus rayos las atravesaron como balas rojizas cargadas de pólvora. Y se incrustaban en mi cuerpo, aguijones, mientras una libélula logró hacerse paso por la rendija de mi puerta  y se posó sobre el flexo que lunas antes había iluminado la tez desnuda de tu espalda somnolienta. Las lágrimas se deslizaban a través del respiradero. Respirando soledad. Y el último corte de aquel vinilo de Nina Simone exhalaba su último aullido. En la cocina. Rodeado de libélulas sin oxígeno ni abstracción.

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