miércoles, 22 de abril de 2015

acaríciame

Qué tarde más fría. Los pájaros no volaban, no querían, les daba miedo. El aire era tan gélido que se habrían congelado en el viento emulando a una suerte de copos de hielo que descenderían del cielo gris. En lugar de eso - sabios -, se escondían en los agujeros de los árboles, que a su vez notaban como sus raíces se tambaleaban por la fuerza de la tempestad. La tarde era verdaderamente fría. Y era una tarde muy tardía, además. Extremadamente tardía.

Bajo diez colchones, aunque sin ropa, tú bailabas indiferente. El hielo cubría las ventanas pero nunca, jamás, se le habría ocurrido traspasarlas. Dicen que el hielo es bastante respetuoso y, a decir verdad, nunca había tenido oportunidad de verificarlo. Ojalá hubiese sido el caso. Pero tu baile no era amigo de las caricias. Yo sí sufrí el frío. Y es que los árboles no quisieron - ¡díscolos! - dejarme entrar en su refugio ancestral.

Supongo que llegó algún punto en mi travesía sobre las hojas caídas en el que asimilé al invierno como mi estación perpetua. No está tan mal. El invierno, claro. No es que haya mucha nieve como en las películas, aunque repito que sí hace un frío de cojones. El caso es que ya no hay sábanas, ni hogueras, ni sonrisas, ni caricias. Nunca las hay. Pese a todo, la arena mojada, con su tacto bajo los pies, es bastante agradable. 

A veces todavía me detengo entre los árboles, ¿por qué no?, dicen que se respira mejor. La verdad es que no lo he notado, pero supongo que soy un mal respirador y quizá un mejor suspirador. Pero bueno, los pájaros siguen escondidos. Todos están bien. Pronto volarán. Quizá.

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