domingo, 1 de marzo de 2015

pájaros de papel albal

Aquella tarde no fue diferente a la de los demás días, en realidad. Me levanté alrededor de las dos, ya pasado el mediodía y víctima de mi afán trasnochador sin utilidad aparente. Caminé despacio, enfundado en mis zapatillas de superhéroe, hacia el cuarto de baño en el que me esperaba una ducha tibia enjuagada con jabón de manos. La caldera se apagó, como cada día, apenas cinco minutos después. Me sequé, aclaré el espejo con mi antebrazo para peinarme con mis propias manos y me puse la camisa del día anterior porque, de todas formas, ¿quién iba a enterarse? 

Calenté un poco de arroz con carne (también del día anterior) y me lo comí, intercalándolo con pequeños sorbos de una garrafa de cinco litros de agua previamente rellenada en el fregadero. Dejé los platos sin limpiar sobre la encimera y recogí mi abrigo y mi gorro del sillón en el que los depositaba cada día, enfundándome en ellos con la intención de salir al exterior. Joder, puto frío. Una vez más, maldije haber perdido aquellos guantes roídos que me habían hecho sobrevivir durante los tres meses más jodidos del invierno. El sol siempre intentaba ganar protagonismo, pero le estaba costando un esfuerzo descomunal este año. Después de cinco minutos caminando al desamparo de un cielo sumamente gris, rebusqué en mi cartera hasta encontrar mi desgastada tarjeta de transporte. Debido a que mis manos estaban considerablemente entumecidas, extraer el puto cartón de entre la sanitaria y la universitaria no fue nada sencillo. El tren, en un alarde de compañerismo, arrancaba ese preciso y traidor instante y me dejaba allí, sentado en aquel banco de metal que congelaría mis huesos durante más de veinte minutos.

¿A dónde estaba yendo? ¿Buscaba algo al subirme a aquel tren? Probablemente no. Pero sentado allí, comiéndome un cutre Twix que acababa de limpiar mi bolsillo, pude pensar. Pensar en cosas que, normalmente, intentaba evitar. Al morder aquella capa de chocolate con leche y sentir esa masa empalagosa de caramelo que surgía de su interior, me di cuenta de que yo no era tan distinto de aquella barrita de chocolate tan cara y tan pequeña. Allí postrado, sin nadie alrededor y en el medio de la nada, me sentí ridículamente pequeño. Más pequeño que un pez de colores en el Pacífico. Y, lo que es peor, me di cuenta de que mi interior era como el de aquel Twix. Había asumido tanto mi papel secundario en la obra de mi propia vida que, en aquel momento, bajo mi piel sólo había un millón de partículas solidificadas, pegajosas y sin orden aparente. No era nadie. 

En ese momento sentí algo extraño, una sensación totalmente nueva para mí, algo similar a una levitación más mental que física. Me vi a mi mismo separarme de mi propio cuerpo y alzarme atravesando el techo de aquella estación, observando atónito cómo mi otro yo se terminaba el Twix sin apenas preguntarme si nos dividíamos el pedazo que quedaba. Y entonces ocurrió. Sentado en aquel tejado, etéreo y volátil como nunca, me vi a mi mismo sin necesidad de un espejo. ¿Y sabéis lo peor de todo? Sentí lástima. Lástima no por haber comido lo mismo durante cuatro días consecutivos, ni por no tener champú ni por haber perdido unos guantes más ancianos que la crisis. Sentí lástima porque no me vi capaz de sonreír. Y eso supongo que me dolió. Siempre me habían dicho que tenía apariencia triste y huraña, pero nunca había imaginado que llegaba hasta ese punto. O quizá es que nunca lo había hecho. Pero no creí que mereciese la pena. Al fin y al cabo, todavía me quedaba arroz para un día más.

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