domingo, 19 de octubre de 2014

balas al corazón

Llovía. Lo hacía de forma intensa, tanto que haber salido de aquella habitación sería una absoluta locura desde cualquier perspectiva. El agua rociaba nuestra ciudad de manera acuciante, mientras nos escondíamos bajo las sábanas de nuestro presente más pretérito sin tipo alguno de remordimiento. Las ventanas de mis ojos se bañaban con la más aguda de las tempestades, agitadas por un feroz viento y una serie inmensa de relámpagos sin compasión. Estábamos confusos. todo estaba en desorden. Si me preguntase a mí mismo dónde y cuándo ocurrió todo, ninguna respuesta medianamente coherente viajaría por mi mente. 

El caso es que nunca me interesó preguntármelo. Desplazándome, volátil, entre líneas de espacio y tiempo desbocadas, no se me pasó por la cabeza ni un segundo el hecho de querer saber qué estaba ocurriendo. Simplemente me limitaba a escuchar la lluvia caer, impávido, sobre el parqué, sin apenas tener recuerdos reales de cómo había llegado allí. La madera chirriaba un poco, el frío la había encogido y mi peso la hacía temblar. Aquel no parecía un escenario habitual para mí, siempre seguro, siempre cobijado, siempre temeroso. Pese a todo y extrañamente, no tenía miedo.

Después de horas alejado de toda percepción física, desperté y noté su aliento en mi mejilla. Me giré, sobresaltado, y rápidamente percibí sus dedos entrelazados con los míos. Las paredes de cartón se habían convertido en muros infranqueables y el feble suelo de madera roída en un césped puro como el cielo estival. Entre las hojas, sus ojos verdes somnolientos parpadeaban tímidos y, por un momento, llegué a sentir un sol cegador caminando a través de un pequeño tragaluz. Si no hubiese llegado a saber que aquel día la ciudad se inundó, habría creído que la lluvia, a su lado, no era más que un cruel invento de la imaginación. 

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