jueves, 7 de agosto de 2014

mármol

Me levanté, al atardecer, y habría jurado que el sol todavía brillaba en lo más alto de aquel cielo gris cubierto de desesperación. Nunca creí realmente que su brillo se fuese a apagar. ¡Era cegador! Tampoco comprendí su ciclo, ni se me ocurrió jamás preguntar al respecto. Tú volabas como una maldita ave fénix, resurgiendo entre el fulgor de la luz pasada, mientras yo, aquí postrado, apenas puedo todavía mirarte a los ojos sin que se estremezca cada rincón de mi cuerpo.

Supongo que siempre he sido un simple idiota persiguiendo tu lánguida sombra, soñadora de noches cálidas rodeando tus pies con la imaginación. Tus sábanas fueron mi refugio durante eternidades gélidas, pero un día decidiste que su calor no congeniaría más tiempo con mi pelo desordenado y mis ideas de vagabundo por tus ojos. Me expulsaste, cerrando la puerta con tal fuerza que apenas tuve tiempo para escurrir mi ropa entre sus rendijas. Y esperé. Vaya si lo hice.

Sentado en tu portal como un moribundo en una tempestad enloquecida, divagando sobre las ondas de tu aspereza y volando a través de tu ventana sin respiradero. Pretendí volver a ti, noche y noche, pero nunca fui lo suficientemente valiente. Nunca lo he sido. Hoy, aquí, te echo de menos. Y no lo digo por el mero hecho de que no estés a mi lado, sino porque contigo voló mucho más que tu aroma a sal y amapolas. Tras tus pasos se desvaneció una enorme parte de aquello en lo que yo mismo había logrado convertirme. Un pedazo de mí y de ti. Algo que se elevaba en el viento sin intención de mirar atrás. Sin tu océano de miradas. Sin rastro del amanecer nocturno.

No hay comentarios:

Publicar un comentario