domingo, 27 de noviembre de 2016

de casa al avión, del avión a casa

Hace unos años me subí por primera vez a un avión. Considero que se trata de una actividad sobrevalorada, sobre todo cuando la has asumido como parte relativa de una rutina medianamente regular. Pero la verdad es que iniciarse en el mundo del vuelo es todo un acontecimiento en la vida de cualquiera. Yo, por lo menos, lo viví a flor de piel. Guardo cada detalle con sumo cariño en las paredes de mi memoria. Recuerdo que me cachearon tras pasar sin éxito el control de seguridad, y lo más probable es que el guardia en cuestión se asustase al verme tan visiblemente emocionado por estar allí en aquel momento. Salí de la fila exclamando: "¡Me han cacheado!", como si realmente fuese estúpido y no solo pretendiese serlo constantemente.

Lo demás fue todo bastante más digno, entre las largas esperas del puto embarque, las luces parpadeantes del interior del avión al despegar y las nubes revistiendo las alas de aquel monstruoso aparato, como si se las estuviesen poniendo de pantalones. Creo que aquel fue el único viaje en avión de mi vida en el que no me he quedado dormido, pero tenéis que disculparme: nunca había visto las cosas desde tan arriba, aquello era sencillamente acojonante. Durante las ¿dos horas y media? que duró aquel viaje pensé en un millón de cosas, entre las cuales probablemente estuviesen chorradas como lo difícil que me resultaba diferenciar a las personas de los coches llegados a cierta altura, o qué pasaría si rompiese la doble ventanilla y me tirase encima de las nubes. Había leído por ahí que una nube cargada de lluvia pesaba algo así como muchísimas toneladas, así que lo más seguro es que pudiese sujetarme, ¿no?

Sin embargo, el pensamiento que más me martilleó durante todo el trayecto fue el siguiente: OJALÁ ESTAR AHORA MISMO CON LA PERSONA QUE QUIERO. OJALÁ VIAJAR CON ELLA A TODAS LAS PARTES DEL MUNDO UTILIZANDO ESTAS MÁQUINAS TAN ESPLÉNDIDAS. 

Años más tarde, sigue pareciéndome bonita la idea de subirse a un avión con alguien a quien quieres, yo que sé, para descubrir nuevas cosas juntos, lo cual pienso que es la base sólida sobre la que se construye cualquier vínculo que no se vaya a romper más rápido que una botella de vino en el borde de una repisa. Realmente, analizándolo con perspectiva, mi pensamiento martilleante responde a un ideal romántico puro, aunque en cierto modo occidentalizado y superfluo. El tema de sacarse fotos en los Campos Elíseos, Central Park, Picadilly Circus y El Coliseo y hacer un collage es tierno y demás, pero lo cierto es que no tiene nada que ver con el amor.

Supongo que a todos nos pasa lo mismo en estos casos, ya sabes, que sublevamos algunas ideas y acabamos pegándonos una buena ración de hostias cuando vemos que todo aquello que creíamos que iba a ocurrir, como si la vida se tratase de una jodida novela de Nicholas Sparks, no ocurre. Ni siquiera está lejos de ocurrir, joder. Si ocurriese, dejaría de interesarnos una mierda. Esas cosas se nos pasan por la cabeza porque son imposibles y porque somos unos cursis, pero la verdad, la pura verdad, es que el hecho de imaginarme que una nube se pone unos pantalones probablemente diga mucho más de mí y de mi personalidad que el tema de QUIERO VIAJAR CONTIGO HASTA LOS CONFINES DEL MUNDO.

Si analizo todos los viajes que he hecho de acá para allá, debido a motivos varios y siempre, SIEMPRE pensando en si las nubes me sujetarían si me lanzo sobre ellas, me he dado cuenta de que vivo más el romanticismo cuando la persona a la que quiero no se sube conmigo al puto avión, sino que me espera al otro lado. Algunos de los momentos más románticos de mi vida, en el sentido más limpio y franco de la palabra, los he vivido instantes antes de subirme o bajarme de un avión, pero nunca montado en él. Supongo que llevarse el amor a cuestas alrededor del planeta no está mal, e incluso creo -o sigo creyendo, aunque no lo parezca- que es algo bonito, en cierta medida, además de profundamente constructivo. Pero cuando piensas en algo romántico no esperas que sea CONSTRUCTIVO. 

Esta no me la quitáis de la cabeza: los aviones se vuelven preciosos -no estéticamente, que son feos de cojones- cuando te llevan a casa. Aunque subirse a las nubes con el amor en el regazo es, en cierta medida, bello, nada tiene que hacer contra encontrárselo, tras las escaleras mecánicas, con una de esas miradas que hablan y dicen cosas como que, más adelante, quizá voléis a todas las partes del mundo, o que quizá no vayáis a ninguna parte. Porque la verdad es que, en ese preciso instante, nada importa en absoluto.

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