miércoles, 23 de noviembre de 2016

prolegómenos

Toda la belleza que recuerdo está en tu espalda. Belleza en su sentido más estricto, más sensual o más natural. En el rectángulo en el que tu vestido negro dejaba de existir se contenían mis suspiros y el anhelo de cada noche bajo mis propias sábanas. Aquella tela, que parecía porcelana decidida a fundirse con tu piel, se desvanecía llegado cierto punto para dar paso a tu textura, entre el terciopelo y el frío acero, a medio camino entre la suavidad del ligero vello rubio que te cubría casi por completo y la ternura de todo tu cuerpo, que se estremecía de forma constante, lleno de vida y entrelazado con mi aliento.

La belleza de tu espalda aquella noche estaba exenta de miedo, y realmente daba igual lo que hicieses, no importaba. Bien podrías haber permanecido inmóvil durante horas, que mi mente habría seguido imaginándote moviéndote despacio, con elegancia y sin exuberancias, del modo en el que solo tú te desplazabas por la vida, sabiéndote vencedora de todos los duelos que te quedaban por disputar. No diría que lo que hacías fuese exactamente bailar, pero lo que sí te puedo asegurar es que muchos bailes quedarían rebajados al ridículo comparándose con el modo en que tus clavículas se encogían por el frío, que a su vez te erizaba casi por completo.

Creo que quizá por culpa de tu espalda me resistí muchas veces a mis propias mordazas, las mismas de las que sabía que no sería capaz de escapar por mucho que lo intentase. Hubo alguna mañana en la que me desperté helado, con la sensación de que el calor gélido de tu espalda al descubierto del mes de enero habría desaparecido. Lo más probable es que, de hecho, lo hubiese hecho. Tu imagen airada, sin embargo, permanecía colgada en las paredes de mi memoria, con una actitud desafiante, observándome con condescendencia.

A menudo supimos que entre nosotros ya no quedaba belleza, y aún intentamos luchar contra nuestros propios instintos refugiándonos en sentimientos de otro tiempo y otro espacio, en figuras del pasado y sollozos de un presente nunca más pretérito. Solíamos derramar lágrimas buscando inundarnos de algo que nos despertase y luchábamos con un ansia inaudita por reavivar el fuego de alguna ceniza chispeante.

Se me dio fatal observarte después de ver a tu espalda encandilándome bajo algún cuarto menguante. A ti se te dio fatal asumirme como un nómada siempre sedentario de ti. A ninguno de los dos se nos dio bien aprender a ser nosotros sin miedo a no serlo tanto como hubiésemos querido. Lo que peor se nos dio, sin embargo, fue darnos cuenta. Mientras nos esforzábamos por evitarnos al doblar cada esquina, hubo billones de relojes decididos a malgastarnos con sorna, alejándonos cada noche de forma cruel y paralela, para evitar que nos cruzásemos pese a caminar en la misma dirección.

Ya no quedan vestidos negros tan cargados de luz.

No hay comentarios:

Publicar un comentario