martes, 23 de febrero de 2016

despedidas

Cuando me desperté no recordaba nada. Mi cara estaba pegada al suelo de azulejo y mi boca totalmente seca, ansiosa por bañarse en recuerdos. Mis piernas, todavía entumecidas, tardaron unos minutos en responder a mis súplicas, pero terminaron por despegarse de aquel frío soporte y alzarse en sinónimo de protesta. Estaba encerrado en un pequeño habitáculo de paredes grises y frente a una puerta llena de garabatos que no había visto nunca antes en mi vida.

Sabiendo a la perfección que en aquel momento no tenía ni idea de lo que tenía que hacer, la abrí y descubrí ante mí un largo pasillo con una decoración austera y desangelada que me transmitía la sensación de encontrarme en un lugar abandonado y ajeno a toda señal de vida humana. Sin pensarlo - quizá había olvidado también cómo hacerlo - comencé a correr a través de él, llegando a unas escaleras de caracol hechas de madera sin barnizar que chirriaban desesperadas a mi paso. 

Tras atravesar las escaleras y un enorme hall de época, mis piernas, ya recuperadas, lograron llevarme al exterior de un edificio que se alzaba ante mí con gesto titánico, cerca de gritarme lo estúpido e insignificante que era. Sus paredes exteriores eran de piedra ennegrecida, y en su torre principal se exhibía un enorme reloj de metal que señalaba todas y ninguna hora al mismo tiempo.

Ignorando los alaridos de mármol que llegaban a mis espaldas, mis piernas decidieron volver a emprender su carrera a través del césped, a través de los parques, también a través de calles y calles vacías de recuerdos y de oxígeno. Todos los edificios que me rodeaban eran exactamente iguales excepto aquella enorme construcción que me había escupido minutos antes. Ninguno de ellos superaba los dos pisos y todos estaban coloreados de un gris insoportable, un tono apagado que, de no ser por mis incansables piernas, habría acabado con mi ánimo de huida.

Llegado a un cruce de caminos, me encontré con la difícil tarea de asumir mi absoluta perdición. Sin embargo, mis animosas extremidades inferiores diferían por completo con mi pesimista visión de la realidad. Ignorándome igual que lo habían hecho con el enorme edificio de mármol y pasillos degradados, mis piernas siguieron deslizándose entre los bares derruidos y los hospitales sin memoria. 

Cuando empezaba a entender que quizá ellas supiesen algo más de mi destino que yo, decidieron detenerse. Para aquel entonces había decidido cerrar los ojos y disfrutar de la brisa que la velocidad de mi carrera me regalaba, y cuando, al detenerse ésta, decidí abrirlos, observé frente a mí una enorme explanada de colores infinitamente variados y vivos, como si una explosión de vida estuviese teniendo lugar delante de ellos.

Exactamente en medio de toda esa vorágine de sensaciones se formaba una especie de remolino de viento suave que giraba, de forma lenta pero constante, sobre sí mismo, guardándote en su interior. Tú, ataviada con un vestido blanco de flores verdes, te movías de lado a lado con los ojos cerrados, sabiéndome espectador pero guardando las distancias. Pedí y rogué a mis piernas que corriesen. Que volasen unos metros más. Entre mis súplicas y tu baile terminé por comprender que la decisión ya estaba tomada. Mis piernas habían llegado hasta donde habían podido y su misión había terminado.

Tú también lo sabías. Se podía ver en tu sonrisa, esbozada únicamente hacia el lado derecho de tu cara, arrugando ligeramente la piel lisa de tu mejilla. Mis piernas cedieron en aquel instante y me derrumbé sobre mis rodillas, difícilmente consciente de aquello que ocurría ante mí. Como si fuese una consecuencia directa del beso entre mis rodillas y el suelo, el remolino comenzó lentamente a desvanecerse, llevándote con él.

Todavía te dio tiempo, sin embargo, a abrir los ojos y dedicarme una última mirada verde de almohada, un regalo perenne que aderezase la más poética de las despedidas. Sin tiempo a que desaparecieses por completo, me desplomé inconsciente sobre la hierba. Cuando desperté, con la cara pegada al suelo, ya no estabas allí.

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