sábado, 6 de febrero de 2016

¡madison!

Cuando entré en el parque no había luz. No era de noche, pero el cielo estaba cubierto por un gris color granito, digno de la pesadez mineral del material de la soledad. La hierba y los colores eran escasos y los árboles sostenían sobre sus maltrechas ramas el peso de un otoño duro y el recuerdo de un pasado mejor. Mis primeros pasos fueron ingrávidos, como los de aquel que camina hacia ninguna parte, aquel que se alza sobre el suelo y brama al horizonte que quizá su destino se haya escrito a sus espaldas.

Avanzar por el frío parque no era fácil. Cuando el viento soplaba, levantando el polvo del suelo bañado en mármol, significaba que las nubes habían emprendido su marcha hacia mi pelo, con su tradicional rumbo irrevocable. Las primeras lluvias fueron duras, quizá por mi desnudez, quizá por lo resbaladizo del mármol empapado. Para cuando había aprendido, inmerso en mi vehemente obcecación, a deslizarme sobre el panel de agua que se extendía bajo mis pies descalzos, la puta lluvia dejó de caer.

La resaca de las nubes no fue fácil. Tras su partida, las mañanas fueron especialmente gélidas por su penetrante y seca velocidad de avance. Los bailes se reducían, al sentir mis piernas una especie extraña de nostalgia por el agua descendiendo por su vello, cada vez más escaso y comprometido con la causa. Los árboles eran casi blancos por completo cuando el parque comenzó a ver el sol reflejado en mis pupilas.

La primera flor parecía triste. Solía gustarme colocarla entre mis dedos índice y corazón y susurrarle que no tuviese miedo pues, al fin y al cabo, lo más probable era que el mármol pronto le regalase nuevas compañeras de viaje. No podía ser de otro modo, ya que el invierno había sido húmedo y la luz del cielo comenzaba a hacer su función pétalo a pétalo.

A medida que las pecas crecían, el parque se coloreaba como un cuadro de Pollock, lleno de estampados arbitrarios y de sueños por cumplir. Mi piel desnuda, desnutrida por un invierno hostil, comenzaba a cambiar de color como un semáforo enfurecido, permitiéndome gritar ¡madison! al unísono con las valerosas hijas del mármol. La brisa de aquella primavera era un poema de Whitman, un solo de Miles Davis, un saludo de Audrey Hepburn por la mañana.

El calor llegó con la consolidación del verde, a medida que el mármol se desvanecía y los árboles se incorporaban a la danza atizados por su instinto bailarín. Los pájaros formaban un tornado de armonía y me gritaban ¡madison! mientras yo chasqueaba los dedos, con la espalda agachada y los ojos cerrados. La luz, para aquel entonces, había dejado de ser una cuestión puramente visual. Podía sentirla, al igual que podía sentir el madison bajo mis pies.

Cuando las hojas volvieron a desprenderse de los árboles y a desvanecerse dejando de nuevo paso al mármol, cuando los pájaros se alzaron hacia el cielo siendo pronto sustituidos por mis sueños de algodón, nadie se atrevió a decir que había llegado el puto otoño. No hay lugar para el frío en el corazón que guarda el recuerdo de un baile en el parque. No hay lugar para el invierno en el alma que vive en primavera.

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