martes, 16 de febrero de 2016

espirales

A mis pies siempre le gustaron deambular por la ciudad de noche, al cobijo de las farolas de luz anaranjada y parpadeante. Para ellos era como un desfile por carreteras de neón sin la necesidad de fijarse ningún tipo de destino. De todos sus escarceos por la soledad de la piedra mojada y sin reflejos os relataré con detalle el del día en el que el viento se hizo seda y las escaleras un torbellino inapelable de emociones.

Entre todos los caminos seguidos, entre los parques y los andenes, se encontraba una pequeña plaza rematada con unos enormes escalones que parecían subir al siguiente piso de la realidad y adornada por la guitarra irreverente de cualquier persona vagabunda de sueños y compañía. La plaza estaba rodeada en su totalidad por inmensos edificios de piedra que la convertían en una suerte de oasis entre las almenas. A lo largo de una de sus cuatro paredes se extendía al completo una especie de banco de piedra sobre el cual solía reposar, con la cabeza vacía de esperanza y algo de Ella Fitzgerald en los oídos. 

Ante mí se desplegaba un fenómeno maravilloso bajo el manto de estrellas escondidas tras la mundana humareda, algo así como una sucesión constante de círculos de piedra que acababan por confundirse entre sí en el pretendido ascenso hacia una plataforma definitiva sobre la que solían posarse pájaros de todo tipo, algunos de ellos de paso y pocos para quedarse. 

Con la noche cernida sobre la piedra y habiéndose disipado las nubes, fue una noche la que transformó el voleteo de las aves de paso en la danza de un ser extraordinario. Terminaba Summertime y comenzaba a llover sobre las farolas cuando comenzó la metamorfosis, momento en el que mi mirada, carente de música, se alzó a través del agua para comprobar como aquel pequeño animal se convertía en una mujer apenas vestida con una blusa blanca y una falda que casi cubría sus pies coloreada con flores verdes, rojas, grises y de otros tonos que no conseguí reconocer. 

Fitzgerald cambió de tercio y entonó Dream a little dream of me, mientras mis pies ejercían su pasión por el paseo gratuito sobre la piedra. Aupándome sobre la varanda de metal, logré sostenerme sobre el primero de todos aquellos círculos concéntricos que guiaban de modo laberíntico mi camino hacia aquel ser inesperado, aquella maga que movía su cuerpo como si fuese una serpiente mientras su falda giraba alrededor de ella, atizada por el viento que empezaba a derribar las almenas como si fuesen de papel.

Apenas superaba un círculo de piedra, el anterior acababa por desprenderse y precipitarse, y mis manos entumecidas retenían la sangre que, de no ser por el frío que me rodeaba, comenzaría a brotar de inmediato de los numerosos cortes que me producía el enorme esfuerzo de agarrarme a la piedra restante. Ella, sin embargo, seguía moviéndose como si todo aquello no le afectase, ajena y armoniosa, llegando incluso a descubrirse un destello de luz sobre su rostro.

Aguanté el tirón de los círculos concéntricos y llegué finalmente al pie de su plataforma, que había comenzado a girar sobre sí misma como si fuese ajena a todo aquel océano de piedra derruida bajo mis pies. Al intentar subirme a ella, los últimos restos de la última almena se desprendieron y con ellos me desvanecí, arrancando por casualidad una flor de su falda en movimiento. Flor en mano caí de espaldas, observando las rocas de mi alrededor y viendo como ella, firme sobre su plataforma, levitaba en su baile hacia la lejanía.

El pájaro voló y aquel día la piedra estuvo más seca que nunca.

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